¿Quién puede pretender hacer abstracción de la relación pedagógica, de ese encuentro entre dos personas vivas y desinteresadas, de ese conjunto de fenómenos afectivos, de transferencias y de contra-transferencias, que siempre están presentes en clase? No podemos decidir, por simple comodidad, la suspensión de la afectividad; en primer lugar porque esta decisión, a todas luces, sería en sí misma una elección afectiva, alimentada, lo más a menudo, por la inquietud de sí mismo, el miedo hacia los demás o el deseo extraño de ejercer mejor su poder disimulándolo; luego, porque una actividad cognitiva, aunque haya sido perfectamente teorizada, no puede obviar la energía del deseo que le da fuerza y vida; finalmente, porque sería tonto negar el aspecto determinante, en el aprendizaje, de los fenómenos de identificación y de seducción. Todo el mundo sabe, en efecto, que la voluntad de seducir anima a todo docente aunque no lo confiese, aunque afirme lo contrario fingiendo ignorar que el rechazo de seducir puede aparecer como refuerzo de la seducción... El problema, no obstante, no radica aquí: que un alumno salga de clase habiendo sido seducido y estando contento de ello, no tiene nada de grave y hay que deshacerse ya de esos restos de puritanismo que nos hacen poner mala cara al placer del aprendizaje porque lo relacionamos con la facilidad, incluso con la demagogia. Podemos sentir placer frente a la dificultad recreándonos en la complejidad cuando vamos descubriendo lentamente sus claves. Y el alumno capaz de sentir este placer, es quien tendrá éxito en la escuela.
Porque lo importante en el aprendizaje, no es huir de la seducción, ni salir de clase diciendo: «no he sido seducido, lo juro», sino salir reconociendo: «he sido seducido, pero ello me ha permitido comprender esto o aprender aquello y lo que sé lo puedo identificar, reutilizarlo fuera del contexto de su aprendizaje; ahora soy yo el dueño y, aunque lleve aún durante un cierto tiempo la huella de la(s) persona(s) mediante la(s) cual(es) he llegado a obtener estos conocimientos, soy capaz de confrontarlos con nuevas situaciones...» Todo el problema está en reinyectar en la relación pedagógica la tercera realidad, el conocimiento identificado, reconocido como tal, transferido y, en consecuencia, despegado de las condiciones de su adquisición. No es cuestión de suspender aquí la relación sino de mediatizarla suficientemente, con el fin de que no se la tome a ella misma como objeto y de que los fenómenos de fascinación-repulsión no monopolicen la situación pedagógica; se trata de reestructurar sin cesar el triángulo para no dejarse absorber por relaciones dobles de captación, sino permitir un acceso, que será sin duda lento y caótico, a una verdadera autonomía.
MEIRIEU, P. (1987)
Aprender, sí. Pero ¿cómo?
Barcelona, 1992; Ed.Octaedro, pàg. 90
Aprender, sí. Pero ¿cómo?
Barcelona, 1992; Ed.Octaedro, pàg. 90
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pedagogía, relación pedagógica, Meirieu, seducción, triángulo pedagógico
¿Qué decir de Philippe Meirieu? ¿Contar cuanto le debo? ¿Pregonar su inteligencia y su bondad? ¿Hacer apología de sus propuestas? ¿Acabar, finalmente, con el, como se acaba con un mentor? Incansable, torrencial, vehemente, elegante, culto, comprometido, estimulante, irritante, arrogante... No es este su mejor texto, sin duda. Pero trata de la relación pedagógica, que es el tema que venimos tratando.
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