Los libros de texto insisten sistemáticamente en presentar los hechos sobre cualquier cuestión como si no hubiera discusión posible, como si se tratara de algo fijo e inmutable. Y aún peor si cabe, habitualmente no se menciona quién garantiza que tales hechos corresponden a tal caso, ni cómo o cuándo fueron descubiertos. No se transmite la menor indicación sobre la fragilidad y la ambigüedad del juicio humano, así como tampoco sobre las posibilidades de error. Los libros de texto presentan el conocimiento como un producto que se puede adquirir, nunca como el esfuerzo humano por comprender, por superar la falsedad y por avanzar, a trancas y barrancas, hacia la verdad.
Los libros de texto son, en mi opinión, enemigos de la educación, y sirven para promocionar el dogmatismo y el aprendizaje trivial. Tal vez ahorren al maestro alguna molestia, pero el daño que infligen a la mente de los alumnos constituye un infortunio y una maldición.
Llegados a este punto hay que aclarar que los dos párrafos anteriores están copiados del libro “El fin de la educación. Una nueva definición del valor de la escuela” de Neil Postman (1996). Añade Postman que los libros de texto son impersonales, carecen de voz propia –editorial obliga- y no revelan personalidad humana alguna (sic). Afirmaciones que suscribo casi en su totalidad. Y en el caso de la educación secundaria, su combinación de textos expositivos, fotografías convencionales y ejercicios manidos (cuando no imposibles!), todo ello perfectamente aséptico y descontextualizado, resulta aburrida de necesidad.
Yo añadiría un argumento personal: el libro de texto impide la entrada en clase de los verdaderos libros, copa su espacio tratando falsamente de substituirlos. Manuales, tratados, monografías, ensayos, libros de divulgación científica, biografías, etcétera no pasan por las manos de nuestros alumnos de secundaria. No para que puedan trabajar con ellos en profundidad, pues eso corresponde a la universidad, pero sí para que por lo menos sepan de su existencia!
Hace muchos años, en una clase de bachillerato dedicada al romanticismo musical, llevé a clase todos los libros sobre el tema que tenía a mi alcance. Creo recordar que había más libros que alumnos. Naturalmente nos limitamos a ojearlos, a cotejar portadas, títulos y diferencias. Pero el impacto que causó en los alumnos fue mayúsculo. Desconocían completamente que hubiera “tantos” libros sobre un tema. Les parecía asombroso. La cantidad de preguntas que surgieron sobre los libros, la musicología histórica, la producción de conocimientos o el acceso al saber, hubieran sido imposibles de haber trabajado con un libro de texto.
A nadie se le escapa cierta mala conciencia que expresa un dictamen común entre profesores que usan libros de texto: “Tenemos libro de texto, pero tampoco lo seguimos mucho. Es solamente un recurso más”. El libro de texto, cuando lo tienes, es el recurso. ¿Acaso no exigimos su posesión en clase a todos los alumnos? ¿Acaso no vienen determinados, las más de las veces, los exámenes por los capítulos del libro de texto? ¿Acaso no nos sirven para escamotear una verdadera reflexión didáctica en el seno de los departamentos?
No afirmaría con tanta rotundidad como Postman que estas consideraciones contrarias a los libros de texto nos obligan, de forma unívoca, a desterrarlos definitivamente de las aulas. Sé que hay mucha diversidad de opiniones al respecto. Sin embargo, todo profesor que utilice libro de texto debería tener presentes sus aspectos negativos para, por lo menos, minimizarlos.
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Estos días he leído muchos y muy dispares posts sobre libros y lectura. Nos faltaba otro clásico de principio de curso: los libros de texto. Se nota que muchos estamos dándole vueltas a la preparación de las clases... Empezar el curso me hace ilusión. Si no fuera porque me sucede cada año, me parecería increíble que aún sienta mariposas en el estómago ante el primer día de clase. ¡Que tengamos todos un buen año!