Mis colegas antipedagógicos basan su legitimidad como profesores en el conocimiento de la disciplina y no en su capacidad de promover el aprendizaje. Consideran, asimismo, que la escolarización va aparejada al aprendizaje y, por lo tanto, el fracaso escolar se debe principalmente al alumno: o no trabaja o no tiene interés o no está capacitado para los estudios. Dicho de forma más tajante, tienden a considerar que el alumno que no aprende no debería estar en la escuela. O, por lo menos, en su escuela. En consecuencia, defienden la necesidad de diferentes itinerarios escolares según el grado de interés, de trabajo o de capacidad de cada alumno.
Mis colegas antipedagógicos conciben un sistema escolar basado en la instrucción y no en la educación y defienden una escuela que se legitima por la tradición. El imaginario escolar de mis colegas antipedagógicos se inspira en un prototipo arcaico de profesores, alumnos y hábitos escolares, muy a menudo enraizado en los recuerdos de su propia biografía escolar, idealizada con el paso de los años.
Mis colegas antipedagógicos asimilan la pedagogía en general a las propuestas de la LOGSE y su rechazo inicial a la reforma educativa se ha extendido fatalmente a cualquier razonamiento o propuesta pedagógica. De ser “antirreforma” han pasado, en pocos cursos, a ser “antipedadogía”. Gracias a la LOGSE han dejado de ignorar la pedagogía para rechazarla.
Yo creo que mis colegas antipedagógicos se equivocan en muchos aspectos. Pienso que mezclan churras con merinas y que en su postura antipedagógica hay un amasijo letal de críticas razonadas, afirmaciones demagógicas, sentimientos de impotencia, de autojustificación y de desesperanza. Pero estos ingredientes no son exclusivos de mis colegas antipedagógicos, pues entre mis amigos pedagogos encuentro muy a menudo los mismos ingredientes…
En cambio, considero que mis colegas antipedagógicos ponen el dedo en muchas llagas denunciando los excesos verbales del discurso pedagógico y recordando que la escuela no solamente es un servicio sino también una institución, que hay mucho “pedagogista” que no domina los fundamentos de su disciplina académica, que se exige mucho a un profesorado que ya hace mucho, que se desprecia toda tradición escolar, que no se parte de la realidad ni del estado real del mundo educativo, que hay una voluntad normativa descomunal por parte de las administraciones, etc.
Por supuesto, hablo de mis verdaderos colegas antipedagogos, no de los gandules, los sinvergüenzas y los ignorantes. Pues gandules, sinvergüenzas e ignorantes también los hay, sin duda, entre los pedagogos.
Y por eso no existe la más mínima ironía en las palabras que acabáis de leer, pues los considero realmente mis colegas. Quizá no los mejores, pero algunos de mis buenos profesores eran antipedagogos avant la lettre. Hay en mi centro algunos antipedagogos de primer orden. Ellos son, honradamente y profesionalmente, tan profesores como yo. Y por ello siempre me he negado a formar parte de cualquier frente, de cualquier “ellos” y “nosotros”.
Considero, pues, que la verdadera y fundamentada postura antipedagógica también forma parte del saber educativo. La “antipedagogía” posee una legítima parte de verdad y me sirve a mí, a pesar de lo alejado que estoy de sus postulados antagónicos, para conocer mis debilidades, iluminar aspectos soslayados, poner en evidencia los desatinos de mis propuestas pedagógicas… incluso, via negationis, para dar valor a mi trabajo en el aula!
No nos hace ningún bien polemizar entre profesores y, especialmente, cuando la polémica se sale de los cauces de la buena educación, el respeto y la inteligencia. Mucho mejor nos iría si centráramos nuestros esfuerzos en tratar de comprender la parte de verdad que cada postura encierra y trabajar, codo con codo, para mejorar la calidad de nuestro trabajo y de nuestros centros educativos. Y admitir, de una vez por todas y sin reparos, que en educación lo poco que sabemos, lo sabemos entre todos.
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Comprendo y comparto algunas de las afirmaciones de mis amigos Felipe Zayas o Rafael Robles, pero encuentro más valiosas sus aportaciones en favor de buenas prácticas pedagógicas que su capacidad dialéctica para polemizar contribuyendo a una disputa que juzgo algo estéril.