Aparentemente posee una forma rotunda, poderosa y absoluta. Al parecer no admite medias tintas: existe o no existe, se produce o no se produce. Pero, como todo lo fundamental en educación, esta maximización es engañosa. Las formas del silencio son infinitas.
Existe el silencio impuesto, por ejemplo. Exigido las más de las veces por el profesor, es el más simple e incontestado ritual escolar. Demasiado a menudo tenso, autoritario, Freinet lo llamaba el silencio de las casernas militares.
Existe el silencio de los alumnos pensando, que es un silencio denso. Es el mutismo de los exámenes y también del trabajo intelectual riguroso. Espeso, concentrado, es el tupido silencio de la reflexión y la escritura.
Existe el silencio de los alumnos trabajando, que es un silencio distendido, aparente y ambiental. Un silencio de conversaciones apagadas, de palabras sofocadas aquí y allá, que brotan como arroyuelos. Murmullo benigno, mar de fondo, es el silencio socializador de la vida escolar.
Hay muchas otras formas de silencio, pero en mi aula se halla también el silencio con música. Es el silencio de la escucha musical, que es un silencio casi litúrgico, propio de los auditorios. No siempre es un silencio atento, en ocasiones es meramente un silencio respetuoso. Si bien a veces se convierte en un silencio mágico, alumbrado por la música que nos sobrevuela. Es entonces el silencio de la belleza y de la comunicación humana.
Creo que el silencio en el aula no debe ser jamás un producto prefabricado o un prerrequisito. Porque es multiforme y depende de su función. Pero, sobre todo, porque el silencio en clase debería ser siempre una creación colectiva: el silencio lo hacemos juntos pensando, trabajando, escuchando, aprendiendo...
Como el silencio verdadero ni se compra, ni se vende, os deseo muchos y fecundos silencios para este nuevo año 2008.
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Estimados amigos,
Si hiciera un balance de la actividad de este blog sería un pobre balance. Apenas un escrito cada quince días en el mejor de los casos! Puedo argüir que escribo textos largos, que no están hechos a vuelapluma, que surgen exclusivamente de la temática impuesta en el blog, que algunos quizás pueden resistir una lectura días después de ser publicados… pero todo esto en el mundo blogger casi llega a ser un defecto. Los comentarios siguen sin ser atendidos a su debido tiempo. Y no hablemos del cuidado de la bitácora propiamente dicha: ni cambios en el diseño, ni añadido periódico de novedades, enlaces o widgets.
Sin embargo, estoy contento y agradecido. Sé que hay personas que vienen a leerlo y algunos incluso dejan su parecer en extensos y enriquecedores comentarios. También hay quien me escribe por correo electrónico y me pide opinión, colaboraciones, me recomienda cosas, qué se yo… En fin, estoy contento porque lo que realmente me interesa de los blogs es la comunicación entre personas. Todo lo que sé lo he aprendido de otros y con otros, así que para mí esto sigue siendo “más de lo mismo”.
Por todo ello voy a continuar escribiendo esporádicamente y apuntándome a las iniciativas que surjan en la red, pues seguramente “estar en la conversación” forma parte de las obligaciones de la docencia en estos tiempos de redes. Os agradezco mucho vuestra lectura atenta y que frecuentéis esta mirada o que la sigáis, tirando del hilo…Un abrazo fraterno.
29.12.07
1.12.07
Apuntes sobre el tratamiento de la diversidad
Ya sabemos que la pedagogía suele abusar de los neologismos y de una jerga académica algo obtusa para ganar cierto estatus científico. Esto sería comprensible si no viniera aparejado a la utilización de auténticos eufemismos a la hora de llamar al pan, pan y al vino, vino. Si me fuera dada la posibilidad de volatilizar palabras no tengo ninguna duda de cuál sería mi candidatura: “tratamiento de la diversidad”.
¡Cuántas barbaridades se dicen en su nombre, cuántas medias verdades y cuántas mentiras enteras! Bajo el paraguas del “tratamiento de la diversidad” se cobija, sencillamente, todo. Corolario: bajo la consigna de que los profesores debemos “atender a la diversidad”, debemos ocuparnos absolutamente de todo lo que compete a nuestros alumnos.
Según mi parecer los profesores, en una escuela digna de ese nombre, deben apropiarse sin reparos y con un verdadero compromiso del tratamiento de la diversidad. Pero de la diversidad entendida desde el punto de vista pedagógico. Y esa “diversidad” se podría repartir, grosso modo, en tres campos de diferenciación.
Gestionar toda esta complejidad no es tarea fácil. Cada uno de estos ámbitos supone un reto mayúsculo. Ya sabéis que creo que diversificar sin excluir es el gran reto de la escuela actual. Quizás seré atrevido, pero nadie me podrá achacar una falta de ambición pedagógica…
Esa es mi parcela de responsabilidad en el “tratamiento de la diversidad”. Una diversidad, dicho sea de paso, que la escuela más tradicional no asume y que se compadece muy mal con una actitud antipedagógica. Una diferenciación que incluye a todos los alumnos y no solamente a aquellos que, abusando de la expresión, ponemos en el desdichado saco del tratamiento de la diversidad.
Y es que los problemas de salud mental, de abandono familiar, de conductas disruptivas, de marginalidad social, de integración cultural y lingüística… no son problemas pedagógicos. Es decir, abordarlos no es responsabilidad del profesor. Acaso será responsabilidad de todos, esto es, de médicos, psicólogos, psicoterapeutas, educadores de barrio, jueces, etc.
Quizá la escuela deba ser el marco para abordar todos los problemas de la infancia y la juventud. Personalmente, me parece muy bien. Jamás he sostenido que la escuela deba restringirse a la instrucción como defienden mis colegas antipedagógicos. Pero no puede ser responsabilidad exclusiva de los profesores, no podemos pagar todos los platos rotos. Los problemas de la infancia deben ser responsabilidad compartida entre todos los agentes sociales, educativos, sanitarios, judiciales, etc. Todos aquellos que gravitan alrededor de nuestros niños y jóvenes. Todos ellos deberían estar en la escuela y trabajar, codo con codo, con nosotros.
Otra cosa es que, dada la importancia de la educación, debieran también implicarse todos los estamentos de la sociedad: medios de comunicación, agentes sociales, partidos políticos… pero ese ya sería otro post.
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Los que me conocéis personalmente sabéis que no me importa ir más allá de los límites de mi tarea docente. Somos muchos los que lo hacemos, no lo tengo a ninguna gloria. Pero no lo hago atendiendo a mis obligaciones profesionales sino a mis convicciones personales. Cualquier alumno que entra en mi clase se convierte en mi huésped y su suerte personal me acompañará mientras sea mi alumno, más allá de su éxito escolar. Pero esta es mi forma de vivir la docencia, nadie puede exigirla a los profesores. Hasta ahí podríamos llegar!
¡Cuántas barbaridades se dicen en su nombre, cuántas medias verdades y cuántas mentiras enteras! Bajo el paraguas del “tratamiento de la diversidad” se cobija, sencillamente, todo. Corolario: bajo la consigna de que los profesores debemos “atender a la diversidad”, debemos ocuparnos absolutamente de todo lo que compete a nuestros alumnos.
Según mi parecer los profesores, en una escuela digna de ese nombre, deben apropiarse sin reparos y con un verdadero compromiso del tratamiento de la diversidad. Pero de la diversidad entendida desde el punto de vista pedagógico. Y esa “diversidad” se podría repartir, grosso modo, en tres campos de diferenciación.
- La diversidad de intereses de los alumnos. El alumno aprende mejor si lo hace con curiosidad o entusiasmo. Y hay cosas que ya le interesan cuando cruza el umbral de la escuela. Aceptemos sus intereses como punto de partida, apoyémonos en esa chispa para convertirla en una llamarada. Pero tampoco nos resignemos a sus intereses, tratemos de crear nuevos intereses, trabajemos para despertar ese interés por los objetivos educativos que nos han sido asignados. No dejemos el interés al azar, no ignoremos el deseo. Reconozcamos su existencia y pongámonos a despertarlo! Bien sabemos que el amor por la literatura, la filosofía o la música no se reparten socialmente con equidad.
- La diversidad de aptitudes de los alumnos. Aceptemos sin reparos que no todos los alumnos tienen las mismas aptitudes y capacidades. Aceptar este aspecto de la diversidad significa, precisamente, que no vamos a renunciar a que todos aprendan. Tratemos de proponer una enseñanza que estimule a cada uno a ir más allá de lo que le resulta fácil y cómodo. No busquemos un justo medio que no hace sino empobrecer a todos! Exijamos a cada uno el esfuerzo (sí, el esfuerzo) imprescindible para llevar a cabo un objetivo asequible que enriquezca sus posibilidades, sus conocimientos, sus competencias, sus valores.
- La diversidad de perfiles de aprendizaje de los alumnos. Basta conocer cómo aprende cualquiera de nuestros semejantes para ver que todos somos distintos. A pesar de compartir una misma lengua, no hay dos hablantes iguales, a pesar de compartir un mismo repertorio de inteligencias, no todos las usamos igual. Podemos simplificar agrupando distintos estilos cognitivos, tipos de inteligencia, hábitos evocativos, etc. Pero siempre sobresale la exuberancia y la singularidad de las estrategias de aprendizaje personales. Ampliemos nuestra paleta pedagógica, atrevámonos a diferenciar los contenidos, los procesos y las producciones finales para que den respuesta a esta riqueza.
Gestionar toda esta complejidad no es tarea fácil. Cada uno de estos ámbitos supone un reto mayúsculo. Ya sabéis que creo que diversificar sin excluir es el gran reto de la escuela actual. Quizás seré atrevido, pero nadie me podrá achacar una falta de ambición pedagógica…
Esa es mi parcela de responsabilidad en el “tratamiento de la diversidad”. Una diversidad, dicho sea de paso, que la escuela más tradicional no asume y que se compadece muy mal con una actitud antipedagógica. Una diferenciación que incluye a todos los alumnos y no solamente a aquellos que, abusando de la expresión, ponemos en el desdichado saco del tratamiento de la diversidad.
Y es que los problemas de salud mental, de abandono familiar, de conductas disruptivas, de marginalidad social, de integración cultural y lingüística… no son problemas pedagógicos. Es decir, abordarlos no es responsabilidad del profesor. Acaso será responsabilidad de todos, esto es, de médicos, psicólogos, psicoterapeutas, educadores de barrio, jueces, etc.
Quizá la escuela deba ser el marco para abordar todos los problemas de la infancia y la juventud. Personalmente, me parece muy bien. Jamás he sostenido que la escuela deba restringirse a la instrucción como defienden mis colegas antipedagógicos. Pero no puede ser responsabilidad exclusiva de los profesores, no podemos pagar todos los platos rotos. Los problemas de la infancia deben ser responsabilidad compartida entre todos los agentes sociales, educativos, sanitarios, judiciales, etc. Todos aquellos que gravitan alrededor de nuestros niños y jóvenes. Todos ellos deberían estar en la escuela y trabajar, codo con codo, con nosotros.
Otra cosa es que, dada la importancia de la educación, debieran también implicarse todos los estamentos de la sociedad: medios de comunicación, agentes sociales, partidos políticos… pero ese ya sería otro post.
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Los que me conocéis personalmente sabéis que no me importa ir más allá de los límites de mi tarea docente. Somos muchos los que lo hacemos, no lo tengo a ninguna gloria. Pero no lo hago atendiendo a mis obligaciones profesionales sino a mis convicciones personales. Cualquier alumno que entra en mi clase se convierte en mi huésped y su suerte personal me acompañará mientras sea mi alumno, más allá de su éxito escolar. Pero esta es mi forma de vivir la docencia, nadie puede exigirla a los profesores. Hasta ahí podríamos llegar!